Idgir, aliviaba su dolor con gritos contenidos, apretaba los puños, agarrando entre sus dedos la tosca manta de lana, tejida por ella misma, de color marrón.
Martin se arrodilló junto a ella, asgó su daga con fuerza, tanto que su puño se puso a dos colores, rojo y blanco. La cogía con tanta ansia que sus propias uñas se clavaban en la carne dejando que un pequeño reguero de sangre se precipitaba al polvoriento suelo.
No podía matarla, ni a ella ni a su criatura. Se sentía incapaz, tomó una decisión, asumiría su castigo por no acabar con ella, tal y como lo había ordenado el conde.
Idgir, no pudo más y rompió aguas, Martin, no era medico, pero su madre fue comadrona y la había visto trabajar en alguna ocasión, sabía perfectamente como tenía que actuar. Levantó el vestido de la mujer y miro entre sus piernas, para ver como venía el bebé. La cabeza ya asomaba con timidez, le pidió que empujara con más fuerza, ella le obedeció, aunque estaba extenuada. Respiraba con violencia, tomando el aire y soltándolo con fuerza.
El bebé ya tenía la cabeza fuera, y Martin la giró y la asió con cuidado para que saliera uno de sus hombros, luego el otro, y más tarde el cuerpo completo, seguido de un violáceo cordón. Tomó la cinta que abrazaba el cuello de su camisa y lo anudó estrangulando el cordón umbilical por dos sitios, luego lo cortó.
Le entregó el niño a su madre y exhausto por la tensión se tumbó en el suelo, de espaldas mirando el techo de la cabaña.
De repente comenzó a sentirse mal, un fuerte dolor manaba de sus entrañas, era como un fuego abrasador que lo estaba consumiendo. Intentó levantarse, pero no fue capaz, se arrastró hasta la puerta y a duras penas consiguió salir. La familia al completo de Idgir, aguardaba afuera, esperando noticias. Al ver a Martin en tan lamentable estado, se apresuraron a entrar, él les hizo un gesto para indicarles que estaba bien.
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